Una fresca brisa llega desde el Mar Báltico mientras camino a través de los senderos que conectan la Ciudad Vieja de Estocolmo con el moderno distrito de Sodermalm. Es la tarde de un sábado de marzo, y voy a una cena. Pero no se trata de una cena común con amigos. La anfitriona de la velada es la emprendedora social Ebba Åkerman. Y no conozco a ninguno de los invitados.
El frío de la noche se evapora en el mismo instante en que Ebba abre la puerta. Es la primera vez que nos vemos en persona, pero esta mujer de 31 años y mejillas rosadas me saluda como si fuéramos viejos amigos, con cariño y un cálido apretón de manos.
Soy la primera en llegar de sus cinco invitados. Me invita a dejar mis zapatos en un rincón, donde ya hay algunos amontonados debajo de una mesa de entrada repleta de cosas, luego la sigo hasta la cocina, donde está lavando un surtido de tazas y platos diferentes. Macetas con hierbas se empujan buscando espacio sobre superficies atiborradas de cosas.
Estoy aquí para conocer más sobre la idea de Ebba de reunir en la misma mesa a inmigrantes y suecos nativos y organizar comidas. Durante el pasado año y medio, ha colaborado en la organización de aproximadamente 400 cenas en Estocolmo. Ella llama a su iniciativa “Ministerio de Invitaciones”. “El nombre era en plan gracioso”, dice, “para jugar con la importancia de las instituciones democráticas en Suecia”. Pero logró llamar la atención de los medios y generó cierta fama para Ebba, quien se autodesignó “Ministra de Cenas”.
Todo comenzó hace dos años, cuando empezó a enseñar sueco a inmigrantes, un servicio que ofrecía de forma gratuita como parte de un programa de introducción para refugiados y familiares de dos años de duración organizado por el gobierno. A más de 250.000 personas, muchas originarias de regiones muy golpeadas por las guerras como Oriente Próximo y el Cuerno de África, se les han otorgado permisos de residencia en Suecia durante los últimos cinco años. En Estocolmo, viven muchos emigrantes en grandes espacios de edificios de pisos en las afueras de los barrios residenciales.
A partir de distintas conversaciones con sus alumnos, descubrió que muy pocos habían visitado alguna vez el hogar de algún sueco nativo. “Uno de ellos me dijo que vivir en las afueras de Norsborg no era tan diferente a estar en Afganistán”, dijo Ebba.
Le preocupaba que Suecia estuviera más segregada que lo que ella pensaba, pero no sabía cómo ayudar. “El día que todo comenzó”, explica, “estaba en un tren escuchando una conferencia multimedia sobre la teoría de los seis grados de separación [una teoría que sostiene que es posible co-nectar a cualquier persona con otra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco participantes] y comencé a preguntarme si tal vez yo podría conectar a los inmigrantes con los suecos nativos”.
“Primero pregunté a mis alumnos si les gustaría compartir una cena con un sueco”, dice. “Se quedaron algo perplejos, pero cuando les expliqué que sería una buena oportunidad para vincularse con la gente de este país y practicar el idioma de forma gratuita, aproximadamente la mitad de los estudiantes se mostraron interesados”.
Les preguntó si preferían ser anfitriones o invitados, sus teléfonos móviles, disponibilidad y preferencias alimenticias. Reclutó a algunos amigos suecos y comenzó a combinar a las personas según sus preferencias de fechas, distancia entre las casas de cada uno y las edades de sus hijos, entre aquellos que tuvieran niños.
La primera cena, que se realizó a comienzos de 2014, fue en casa de una familia de Camerún. Participaron Jenny y Olof, amigos suecos de Ebba. “Estaba bastante nerviosa”, dice Ebba. “Me inquietaba que no encontraran el lugar o que no logaran entenderse”. Pero la cena fue agradable y Ebba recuerda lo bien que se sintió cuando Jenny publicó algunas fotos de la velada en Instagram. “Pensé: ‘qué bueno, esto funciona’”.
Tras una publicación en un blog que se viralizó muy rápidamente y algo de cobertura en los medios, la idea comenzó a arraigar, y Ebba repentinamente se encontró con muchísimas personas que querían ser parte de esta iniciativa.
Kami Montgarde, un joven de 26 años con grandes gafas con monturas negra y oscuros rizos, llega a la cita; Ebba le da la bienvenida y lo acompaña. Nacido en Irán, llegó al país de niño y fue nacionalizado sueco. Fue una de las primeras personas en ofrecerse a organizar una cena para inmigrantes.
Se sienta a mi lado en la mesa de la cocina de Ebba y me dice que esta iniciativa le toca el corazón por la experiencia de su propia familia como inmigrantes, y por esta mujer a la que se refiere como su abuela sueca. Karin fue la primera ciudadana sueca en invitar a su familia a cenar después de que hubieran huido de Irán en 1991, recuerda. Posó su mano sobre el hombro de su madre durante una clase y dijo: “Mi marido trabajaba en Teherán, hablo tu idioma, ¿por qué no vienes con tu familia a comer un día?”.
“Karin nos introdujo en la cultura sueca”, continúa, “nos invitó en Navidad y para la celebración típica sueca de mitad del verano. A través suyo, conocimos la música y vestimenta típica del país. Gracias a esto nunca me sentí un extraño en este lugar”.
Lo que no significa, sin embargo, que se haya sentido totalmente relajado al ser el anfitrión de una cena con una familia de inmigrantes afganos. “Me preocupaba que no les gustara lo que había cocinado”, dice.
Ebba, quien ha estado escuchando con atención la historia de Kami, levanta la mirada de la superficie sobre la que está preparando unos aperitivos para antes de la cena y entrecierra los ojos. “La comida no debe ser una barrera”, afirma, “pero a veces lo es”. Una familia sueca se tomó el trabajo de preparar reno, lo que dio lugar a una acalorada discusión acerca de si había sido sacrificado de acuerdo con la ley islámica (aparentemente puede ser), recuerda, mientras que una pareja de Macedonia le pidió a su abuela vía Skype que le recomendara un tutorial de cocina para no decepcionar a sus invitados suecos.
“¿Por qué no hacer fideos con queso?”, dice, mientras nos reparte pequeñas tazas de espumosa sopa y canapés de remolacha y queso de cabra. “Debe tratarse solo de reunirse alrededor de una mesa y disfrutar del conocer a otras personas que, casi con total certeza, no hubiéramos conocido jamás si no fuera por haber compartido esa cena”.
Hasta el momento, ha llegado otra amiga sueca de Ebba, Ellen Leijonhufvud, una planificadora digital de 31 años, y dos invitados más de Afganistán llaman para avisar que a pesar de haberse perdido, están a punto de llegar. La cocina comienza a llenarse de gente, y Ebba nos acompaña amablemente al comedor para que la ayudemos a preparar la mesa. Movemos una mesa hacia el centro, y abrimos sus extremos para ampliarla.
Ebba pone un disco de Billie Holiday en un tocadiscos antiguo y vuelve a la cocina. La sigo para ver si necesita ayuda con la comida. No necesita nada: platos de diferentes verduras, arroz y fideos y algo delicioso con anacardos y setas, todo preparado por sus habilidosas manos.
Nematullah Rohid y Murtaza Bigzada son los últimos invitados en llegar. Los dos amigos, solteros y de unos 20 años, se conocieron en Estocolmo tras escapar de Afganistán. Rohid conoce a Ebba de las clases de sueco; sus profundos ojos marrones se iluminan al encontrarse y se saludan con cariño. Ella le hace bromas por haberse perdido y él bromea haciendo que espían a través de las ventanas para ver si han encontrado el piso de Ebba. Murtaza chasquea la lengua y sacude su cabeza, en su rol de hombre serio de este dúo de comedia, con una mezcla de admiración y desaprobación que invade su gran rostro y sus ojos con forma de avellana.
Ebba nos invita a sentarnos a la mesa. Me siento al lado de Murtaza y frente a Rohid, como prefiere que lo llamen, quien nos cuenta que pasó los últimos años de su adolescencia trabajando como traductor para el Ejército estadounidense. “Por ese motivo tuve que irme de Afganistán”, explica. “Los talibanes buscaban a personas como yo. Temía por mi vida y decidí venir a Europa de la manera que fuera: en coche, caminando o nadando”.
Llegó a Suecia después de conocer las abiertas políticas migratorias del país; su primera impresión fue muy positiva. “Cuando llegué a Estocolmo en 2013, pregunté a una mujer una dirección. Ella sonrió y me invitó a una hamburguesa. Era la primera vez que una persona me sonreía de esa manera en Europa”.
Pasó sus primeros siete meses en Suecia en un campo de refugiados sin dinero ni papeles. Ahora dice: “Realmente quiero integrarme más en la sociedad sueca”.
Mientras Rohid habla, Ebba trae la comida a la mesa y, de vez en cuando, interrumpe para explicar cada plato e indicarnos que nos sirvamos nosotros mismos. Ahora, se sienta por primera vez y anima a Murtaza a contarnos su historia también.
El joven relata que abandonó su hogar en busca de una vida mejor en Suecia. Actualmente estudia contabilidad y espera emprender algún día un negocio que logre ser un puente entre Suecia y Afganistán.
El contagioso humor de Rohid y su animada charla alegran a todos los que están en la mesa. Ebba sirve vino a aquellos que lo desean y té para los demás. Brindamos al grito de “¡Skål!”, como hacen los suecos, y charlamos sobre los estilos de las salidas en cada lugar, la noche de Estocolmo y si los inmigrantes deben adoptar los códigos locales en el vestir.
Ebba desaparece dentro de la cocina y vuelve con un postre: “Meringue Swish”, dice, mientras sujeta un dulce de merengue, helado de vainilla, crema batida, plátano y salsa de chocolate, una receta típica de Suecia. Todos quieren probarlo y la conversación pasa ahora a centrarse en nuestros platos nacionales preferidos. Y luego, inevitablemente, de lo que Rohid y Murtaza echan de menos de sus hogares. Rohid recuerda algunos episodios desgarradores de la guerra afgana y dice que está trabajando en un proyecto de narración antirracismo con el centro juvenil Fryshuset, en Estocolmo, donde cuenta sus experiencias a otros jóvenes.
Ya son más de las 10 de la noche y la voz de Billie Holiday se va desvaneciendo lentamente en el tocadiscos. La energía de Ebba también parece estar menguando y los comensales, en un acuerdo tácito y silencioso, coinciden en que es hora de irse. Ebba nos da un abrazo a cada uno y rechaza mi propuesta de ayudarla a fregar los platos. “Eso puede esperar”. Algo de su calidez queda en mí, mientras abrocho mi abrigo para protegerme del frío de la noche.
Mientras camino de regreso a través de las calles, reflexiono sobre la difícil situación de los inmigrantes y el conmovedor comentario de Rohid: “Compartir una cena con gente de Suecia me ayuda a sentirme normal”. Cena tras cena, el Ministerio de Invitaciones de Ebba está ayudando a muchísimas otras personas a sentirse más cómodas en sus países de adopción.