El mar lo rodea por un lado y las montañas por el otro, y sus calles zigzagueantes hacen evocar lugares parecidos de Chile. A Isabel Allende se le identifica más con este país, pero pocos saben que nació en Perú y vivió parte de su infancia en Bolivia y Líbano, que de adulta trabajó en Bélgica y que pasó los primeros 13 años de su exilio en Venezuela, hasta que una historia de amor la llevó al norte de California, donde ha vivido desde entonces. Asimismo, aunque se la identifica con los 17 libros que ha publicado desde que, en 1982, La casa de los espíritus se convirtiera en uno de los éxitos más rotundos de la literatura en español, la sobrina del ex presidente chileno Salvador Allende ha tenido muchos oficios: directora de un programa de televisión en Chile; redactora estrella de una revista local, Paula, en la que hacía gala de humor; funcionaria de la ONU; dramaturga, traductora de novelas de amor, y administrativa de un instituto durante su exilio en Caracas.
También en su obra literaria hay variedad: ha explorado el realismo mágico y la novela histórica, la literatura infantil y juvenil, las memorias, los cuentos e incluso el arte culinario. Ha contado su vida cotidiana en La suma de los días, su libro más reciente; revivido al personaje de El Zorro, Diego de la Vega, en una novela que ha inspirado una obra de teatro y una película en preparación, y estos días le da los últimos toques a La isla bajo el mar, una novela histórica sobre la esclavitud en Haití que saldrá a la venta a finales de este año.
En otro día de intenso trabajo de exploración en su nueva obra, que, como todos los años, comenzó a escribir el 8 de enero, Isabel hace una pausa para recibir a Selecciones. Nos abre la puerta Juliette, su asistente y uno de los personajes de La suma de los días. Allí también están Achilleas, el hijo de Juliette, y Nicole, la nieta de Isabel (también personajes de ese libro), haciendo los deberes en esa oficina mitad fábrica de sueños y mitad bufete de abogados, que Isabel comparte con su marido, William Gordon, quien fue la inspiración para Gregory Reeves, el protagonista de El plan infinito.
P. Has llegado a una edad en la que podrías retirarte, pero mantienes la misma intensidad de trabajo de la última década. ¿Por qué?
R. Bueno, lo que hago es escribir. En cada libro exploro algo. Por ejemplo, este año tenía una buena historia en mente pero no la podía empezar porque, en el fondo, no era la que debía contar. Al final me dije: Por muy buena que sea la historia y por mucho que la haya investigado, no me toca el alma para nada. La dejé, y empecé otra cosa que vamos a ver si resulta. Cuando no escribo me siento como vacía. Ya se ha convertido en parte de mi vida, y no lo hago como sacrificio ni como trabajo, ni para ganar dinero, sino que, igual que otra gente medita, reza o viaja, yo escribo.
P. Eso que me cuentas de que ibas a escribir sobre algo y al final lo cambiaste por otra cosa, ya te había pasado en otras ocasiones…
R. Me pasó cuando iba a escribir La suma de los días, la memoria que se publicó el año pasado. Al principio, mi intención era escribir otro libro que había investigado durante cuatro años, pero algo ocurrió en la mañana del 8 de enero: yo ya estaba lista para empezar el otro libro con un miedo terrible, una sensación de emprender algo que no me convencía. Era una cosa muy larga y pesada, que no estaba muy segura de querer hacer...
P. Entonces, ¿qué pasó?
R. En ese momento mi agente me lla-mó por teléfono. Me dijo: “No, lo que tienes que hacer es escribir unas memorias, porque ya ha pasado mucho tiempo desde que salió Paula y la gente está esperándolas”. Eso me abrió una puerta. Pensé: Ah, esto es mucho más fácil. Esto lo hago de una sentada.
P. ¿Y fue así?
R. No. No resultó tan fácil porque no era sobre mí solamente, sino sobre toda la gente que me rodea, y cuando terminé el manuscrito tuve que enviárselo a cada uno para que lo aprobara. Eso se retrasó muchísimo porque había que traducirlo al inglés (la mitad de ellos no hablan español) y ponerme de acuerdo después respecto a lo que ellos querían y lo que yo quería, y eso llevó varios meses.
P. Parece que es mucho más fácil escribir una novela histórica…
R. Sí, una novela de cualquier clase. No tienes que pedirle permiso a nadie y haces lo que quieres. En una novela, tú eres Dios. En unas memorias hay que acercarse a la verdad lo más que uno pueda. Y la verdad de uno nunca es la misma que la que los otros tienen.
P. ¿Escribir La suma de los días te sirvió para descubrir cosas sobre ti?
R. Sí, me sirvió para descubrir que soy muy matriarca, que eso puede resultar muy pesado para las personas que te rodean porque cada cual desea hacer su propia vida. Nadie quiere tener una abuela ni una madre que le dirija ni que lo sobreproteja. Ni yo ni nadie quiere eso. Cada uno busca su independencia.
P. Eso no habrá sido todo…
R. No. Me sirvió también para ver el camino que he recorrido, sobre todo con Willy, mi marido. Yo no me había dado cuenta de lo pesado que ha sido hasta que lo escribí.
P. ¿Por qué?
R. Los primeros años fueron muy difíciles porque yo llegué a este país sin hablar bien el inglés, porque estábamos conociéndonos y proveníamos de culturas totalmente distintas. Después enfermó mi hija Paula y pasé un año a su lado. Luego murió y empezó el duelo, y después la hija de él murió e iniciamos otro duelo. Fueron cinco años pésimos, pero sobrevivimos con terapia, amor y suerte.
P. Tu vida parece estar marcada por los extremos…
R. Así es. Me pasan toda clase de co-sas, tanto buenas como malas, y tengo la suerte de poder escribirlas y elegir cómo contarlas. Y cuando lo cuentas, le das forma al pasado, a la memoria, a la realidad, y lo ajustas a tus deseos. ¿Quieres una vida en blanco y negro? ¿Una vida depresiva? ¿Una vida en tecnicolor? ¿Una leyenda? ¿Qué es lo que quieres hacer con tu vida? Al contarla, la vas recreando.
P. Pero tienes que hacer ese ajuste mientras escribes, porque has confesado que nunca relees tus libros…
R. Es cierto. Pero ese proceso es lento y lleva muchas revisiones, hasta que queda la versión definitiva. A veces leo en voz alta un párrafo que acabo de escribir y no me gusta el tono, pero si uno cambia tres adjetivos en un párrafo, le puede cambiar el tono a la realidad de lo que está contando. Si relato en un solo párrafo la enfermedad y muerte de Paula, lo puedo contar como una tragedia terrible o como una experiencia que nos sirvió a to-dos para unirnos y que me hizo profundizar en un aspecto espiritual que nunca había tocado.
P. Mientras escribes, ¿te preocupas por si los lectores de otras latitudes te van a entender?
R. No mucho, pero a veces sí pienso en ellos. Por ejemplo, mi última novela trata sobre la esclavitud; empieza en Haití y termina en Nueva Orleans, e incluye muchos términos en francés. Claro, podría poner un glosario al final, pero ya no sería una novela. ¿Cómo lograr que la gente, en cualquier idioma, entienda lo que estás contando en el francés de Haití, que en realidad es criollo? Tienes que decirlo de alguna manera, explicarlo de algún modo para que el traductor o la gente que lo va a leer lo entienda. Eso lo tengo en mente siempre.
P. ¿Por qué elegiste tratar el tema de la esclavitud?
R. No sé. Ésas son las cosas que hago sin saber por qué. ¿Por qué pasé cuatro años investigando un tema que nada tiene que ver con mi pasado, ni con mi país, ni con la región del continente de donde provengo? Ni siquiera la lengua, pero fue como una obsesión, y en los años que llevo escribiendo he aprendido a hacerle caso al instinto, al impulso. Algo estoy explorando. No sé qué, pero por alguna razón tenía que escribir esa historia y por algún motivo no pude escribir la que tenía pensada, que se desarrolla-ba en Chile y me era mucho más conocida. Era casi una historia familiar, pero no me pude conectar con ella; en cambio, con la otra sí.
P. Parece que ya tenías marcado ese camino en tu vida. Cinco editoriales latinoamericanas rechazaron La casa de los espíritus. Si te la hubiesen publicado en América Latina, quizá tu historia habría sido otra…
R. Es cierto, pero hubo cosas más importantes en mi vida. Por ejemplo, el hecho de que mi padre abandonara a mi madre cuando yo tenía tres años y eso nos obligara a ir a vivir a casa de mi abuelo. Haber pasado mi niñez con él me marcó en definitiva.
P. ¿De qué manera?
R. Me marcó el carácter, la personalidad y los hábitos con su manera estoica de ver el mundo, y de él obtuve un anecdotario muy rico para todos los libros que he escrito. No habría podido escribir La casa de los espíritus sin esas experiencias en casa de mi abuelo. Después me casé, tuve a mis hijos, en fin… Mi madre se casó con un diplomático y comenzamos a viajar por todas partes. Eso no lo decidí yo, ni tampoco el golpe militar que me obli-gó a salir de Chile. La decisión de casarme con Willy sí fue mía, pero lo que me trajo a Estados Unidos fueron las circunstancias, el azar.
P. ¿Cómo te marcó el hecho de que tu padre te abandonara cuando aún eras muy pequeña?
R. Nunca lo he sabido, pero es cierto que en mis libros no existe el personaje del padre amoroso, presente… El padre siempre es una figura autori-taria, remota, ausente, o se murió, o sencillamente no está. Hay mujeres fuertes y muy pocos padres. Hay maridos, amantes, pero padres no. Creo que al principio la vida me hizo fe-minista, me generó una desconfianza natural por el macho, por el hombre, pero luego adquirí esa confianza con mi hijo y con Willy. Porque he visto la clase de hombre que es Nicolás y sé que no es una excepción: hay muchos hombres como él. Willy es una persona completamente distinta a Nicolás, pero sé que no me va a fallar. Pase lo que pase, va a estar allí como un tronco. Así era mi abuelo, y pienso que ahora por fin tengo esa fortaleza masculina que no tuve de niña.
P. Debe de haber sido algo muy duro para ti…
R. Es que la ausencia de mi padre fue muy rara, porque mi madre destruyó todas las fotos que tenía de él y jamás mencionaba su nombre. Nunca nos habló de él. Lo único que me dijo cuando yo era pequeña fue: “Tu padre era un hombre muy inteligente”. Y punto. Nunca dijo por qué se fue, ni cómo, ni cuándo. Nada. Tal vez haya sido mejor esa ausencia total que haberlo tenido un poquito, porque viví sin él simplemente y para mí no existió.
P. Pero algo habrás heredado de él.
R. Mi madre dice que tengo la rapidez mental que tenía mi padre y también la ironía. Mi padre era muy sarcástico y yo también. Me doy cuenta de que a veces, por querer decir algo gracioso, uno puede hundir a una persona, clavarle un clavo en el corazón, así que he aprendido a dominarme. Pero mi madre asegura que yo heredé eso de mi padre: una especie de atrevimiento frente a la vida.
P. ¿Es cierto que recurres a tus seres queridos que ya no están como fuente de inspiración y ayuda?
R. Yo no veo fantasmas. No creo que mi abuela esté sentada en una nube dirigiéndome el tráfico ni ayudándome. Los llevo dentro: en la sangre, en la memoria, en el anecdotario familiar. Son fuentes de inspiración, y cada uno tenía en vida características particulares a las que recurro cuando necesito ese tipo de ayuda.
P. ¿Cómo es eso?
R. En la tradición cultural de los indígenas americanos —y en las tribus africanas también— existe la idea del animal tutelar. Tú te vas de viaje a la montaña, a la selva o al bosque, solo, y en esa soledad te pones en contacto con tu animal tutelar. En el caso de Diego de la Vega, el Zorro, es justamente el zorro. ¿Cuáles son las características de este animal? Es nocturno, astuto, ataca y retrocede; no es una fiera hambrienta que mata como un tigre. El zorro prefiere humillar al enemigo, no matarlo. Hay muchos rasgos suyos en el personaje del Zorro, y por eso se llama así. De la misma manera, yo tengo mis ángeles tutelares, que son mi abuela, mi abuelo, Paulita y algunos otros que están vivos, como mi madre.
P. ¿Y cómo funciona eso?
R. Por ejemplo, cuando siento que no puedo hacer algo, que no me dan las fuerzas, recurro a mi abuelo. Era vas-co, y para él no existía el “no puedo”. No te podías quejar ni protestar delante de él. Si había que hacer algo, se hacía y listo; no había discusión. Esa disciplina férrea de mi abuelo me ha servido en muchos momentos de mi vida. Cuando lo necesito, lo llamo y le digo “Tata, ayúdame”. No es porque piense que va a venir su fantasma: lo que viene a mí es la memoria, el recuerdo, la infancia...
P. ¿Y tu abuela?
R. Ella era un ser mágico, totalmente extravagante, clarividente, telépata, rarísima; una señora que estaría en un manicomio hoy día. Esa señora maravillosa es una fuente de inspiración cada vez que me pongo a escribir y estoy atrancada en la realidad de todos los días: mi abuela me eleva. Todo se puede mirar desde otro ángulo, desde otra perspectiva. Paulita me ayuda en todas las cosas que tienen que ver con la gente. Su mantra era: “Mamá, ¿qué es lo más generoso que se puede hacer en este caso?” Eso me ayuda siempre. Me acuerdo de ella cada vez que tengo que tomar una decisión de ese tipo.
P. La extraordinaria labor benéfica que llevas adelante, ¿es algo que empezó con la muerte de Paula?
R. Sí. Después de que muriera y publicara el libro, no toqué nada de los ingresos que generó. Todo fue a parar a una cuenta separada, porque no quería beneficiarme de ninguna manera con esa tragedia. No sabía qué iba a hacer con el dinero, pero pensé que al final le encontraría un buen destino.
P. ¿Y cómo lo encontraste?
R. En 1995 viajé a la India con una amiga, y allí surgió la idea de crear una fundación para ayudar a mujeres y niñas. Cuando pude ver el trato brutal que reciben las mujeres y las niñas en muchas partes del mundo, pensé: Esto es lo que Paulita estaba haciendo y a ella le gustaría que yo lo continúe. Entonces creé la fundación, pero estaba un poco a la deriva porque no soy muy buena como administradora. Sabía más o menos lo que quería ha-cer, pero no lo tenía bien diseñado. Y entonces llegó Lori, la que ahora es la mujer de Nicolás. Ella se convirtió en la directora de la fundación y la transformó. Lori es el alma de la fundación, no yo. Yo pongo el dinero, pero ella pone todo lo demás.
P. Así que tu fundación tiene mucho que ver con las mujeres…
R. Todo tiene que ver con las mujeres y los niños en general, pero más con las niñas que con los niños. Mira: dos tercios de todo el trabajo en el mundo lo realizan las mujeres, pero dispo-nen de menos del uno por ciento de los recursos. Existe, como tú sabes, una forma de esclavitud que es el trabajo forzado, y siempre son mujeres las que lo hacen. Desde las niñitas que tejen alfombras hasta las que cultivan los campos en Nepal. Ellas necesitan más ayuda. Por cada 20 dólares que se destinan a proyectos de beneficencia para hombres, se destina un dólar a proyectos para mujeres…