HABÍA 518 PERSONAS DESESPERADAS A BORDO DEL DESVENCIJADO BARCO PESQUERO. Cada una de ellas había pagado 1.260 euros por cruzar el Mediterráneo desde la costa de Libia hasta Europa, y en ese viaje iba el sueño de una vida nueva. Entre esas personas estaba Fanus, una joven de 18 años proveniente de Eritrea.
En la madrugada del 3 de octubre de 2013, Fanus fue a cubierta intentando escapar del calor y el hedor de los pasajeros apiñados en la parte inferior del barco. Vio luces brillando a solo unos 800 metros. Era la isla italiana de Lampedusa, la zona más cercana a Libia. Había logrado sobrevivir a una arriesgada travesía durante 18 meses.
Después de 36 horas en el mar, el final estaba al alcance de su vista. Repentinamente, el motor diésel del barco se detiene. La bomba de drenaje no funciona y el agua comienza a entrar a raudales. El capitán no logra volver a encender el motor. Echa combustible sobre una manta y la enciende como señal de auxilio para pedir ayuda a la costa, pero el combustible se derrama sobre cubierta y prende.
Los pasajeros corren en pánico de un lado a otro de la embarcación. La sobrecargada nave comienza a volcar lentamente. Algunas personas caen al agua. Más agua inunda la nave. Aquellos que están debajo de la cubierta no tienen posibilidades de sobrevivir.
Fanus no sabe nadar. Cientos de brazos y piernas se mueven desesperadamente alrededor de ella en el agua tratando de mantenerse a flote. Se aferra con fuerza a las barandillas del barco mientras la nave se hunde. “Y entonces un hombre estira su brazo alrededor de mi cuello y me arrastra hacia abajo”, dice Fanus, reviviendo el terror. “Lo empujo hacia abajo, golpeando el agua con mis manos como un perro, y logro volver a la superficie. Alguien me arrastra nuevamente al barco completamente volcado”.
Tras cuatro horas en el agua, los guardacostas rescataron a Fanus. Se había salvado, pero otros no fueron tan afortunados. Unas 363 personas, la gran mayoría de Eritrea, se ahogaron ese día. De las 90 mujeres que había a bordo, solo sobrevivieron cinco. Fue una catástrofe que captó la atención de los medios de comunicación. Sin embargo, según The Migrant Files, una base de datos de defunciones creada por un consorcio de periodistas paneuropeos, unos 25.000 emigrantes más han muerto tratando de llegar a Europa desde el año 2000, la mayoría de ellos ahogados en travesías a bordo de barcos en mal estado que volcaron o se hundieron.
¿QUÉ IMPULSÓ A fanus a embar - carse a un viaje así ? Había tenido una infancia feliz, en el marco de una familia cristiana perteneciente a la iglesia copta, donde creció entre cinco hermanos y una hermana en una ciudad comercial del sur de Eritrea, cerca de la frontera con Etiopía. “Todo era bonito. Tenía muchos amigos. Me encantaba ir al colegio, especialmente cantar y jugar al fútbol en el equipo escolar”.
Pero un día de 2011, cuando Fanus tenía 15 años, la historia cambió. Los soldados entraron en su escuela. Habían ido a buscar reclutas. “Nos llevaron a una prisión, era muy grande y escalofriante, con muchos niños de muchas escuelas del lugar”.
Eritrea, un país con una población de 6,2 millones de habitantes, se constituyó en 1993, después de una guerra por la independencia con Etiopía. Los héroes que lideraban la lucha se convirtieron en brutales dictadores en tiempos de paz, prohibieron las elecciones y la Constitución, y encarcelaron a unos 10.000 presos políticos.
Desde 1998 se exige el servicio militar obligatorio e indefinido para chicos y chicas mayores de 17 años. Las condiciones son muy duras. Las mujeres generalmente son violadas y las fuerzan a casarse. Los soldados de Eritrea mantienen una política de disparar a matar a cualquier desertor.
Al cabo de un tiempo, Fanus fue liberada. Pequeña y enérgica, era demasiado joven para el servicio. Por el momento. De vuelta al colegio, quedaban muy pocos niños en las aulas de los niveles más altos. Muchos de sus amigos estaban ahora en barracas militares, pero otros, que rehusaban aceptar esta cadena perpetua atrapados en un uniforme del que no podrían salir hasta dentro de muchos años, habían decidido escapar. “Ahí comencé a darme cuenta de que yo también tenía que huir”.
No debatió la decisión con sus padres. Habrían hecho todo lo posible por detenerla. Se acercaba su 17 cumpleaños. Era ahora o nunca. El hermano mayor de Fanus, de 30 años, ya había escapado a Israel. “No tenía ningún plan”, dice Fanus, “solo atravesar la frontera y llegar hasta un campo de niños refugiados en Etiopía”.
Una mañana, en la primavera de 2012, dejó su hogar, con un par de vaqueros, una camiseta y su tarjeta de identificación escolar. “Sabía que si me detenían como estudiante, nada malo iba a pasarme. Solo me enviarían nuevamente a casa”.
La mayoría de los ciudadanos de Eritrea no puede obtener un pasaporte o un visado de salida. Cerca de 5.000 personas escapan todos los meses. Al igual que ellos, Fanus comenzó a caminar. Más de cinco horas después fue encontrada al otro lado de la frontera por soldados etíopes. La llevaron a un campo de refugiados. “Pensé que allí estaría segura”.
Pero Fanus se había convertido en una refugiada, ahora era parte de un peligroso mundo en el que las personas se convertían en presas de las peores clases de criminales. Inevitablemente, el tan ansiado destino es la seguridad de Europa. Los principales puntos de entrada son Italia, Grecia y Ceuta y Melilla. Llegar allí puede implicar afrontar riesgos tremendos, pero eso no detiene a los miles de personas desesperadas que se aventuran a hacerlo.
FANUS vivía en condiciones terribles dentro del campo de refugiados de Etiopía, con muy poca agua, durmiendo dos o tres en una cama y muy poca comida. Al igual que muchos, estaba preparada para entregar su futuro al mundo de la trata de personas. “Conocí a un eritreo que me dijo que lograría hacerme entrar en Sudán, a Jartum, y que una vez allí podría pedir dinero a mi familia para pagar el viaje”.
Una noche de julio de 2013, se subió a un taxi. “Me llevaron a un bosque en mitad de la nada en el norte de Etiopía, éramos solo tres mujeres entre muchos hombres. Nos metieron en la parte trasera de una furgoneta. Nos hicieron agachar, nos taparon con una manta y luego pusieron frutas encima para escondernos”.
Cinco días más tarde llegaron a Jartum. “Estábamos muy doloridas y manchadas por la fruta, nuestros cuerpos parecían pintados”.
Ahora tenía que conseguir al menos unos 1.900 euros para que un traficante sudanés la llevara a Libia. “Me dio un móvil para que llamara a mi hermano en Israel. Cuando le dije dónde estaba, no podía creerlo, se enfadó mucho. ‘Eres una niña. Es muy peligroso. No quiero que sigas adelante con esto’, dijo”.
Finalmente cedió. Le envió un dinero que había logrado ahorrar. Fanus ya tenía suficiente para su billete y una muda de ropa. Era una de las 131 pe +rsonas, entre ellas 20 mujeres y un niño de tres años, que partieron en camiones a atravesar el Sáhara en su camino a Libia. El destino final era Trípoli, a 2.700 kilómetros, donde esperaban encontrar un barco que los llevara a Italia.
Una vez en Libia fueron entregados a traficantes locales, pero casi de inmediato fueron secuestrados y tomados como rehenes en las montañas durante 27 días. “Todas las noches intentaban violar a las mujeres; cuando nuestros hombres nos protegían, los secuestradores los colgaban cabeza abajo y les golpeaban. Se ve abatida. Fanus no entra en más detalles, pero se sabe que a algunas mujeres eritreas las empapaban en combustible hasta que permitieran que los secuestradores las violaran.
Afortunadamente, su hermano pagó 2.600 euros como rescate y, finalmente, a principios de septiembre de 2013 Fanus llegó a Trípoli; una vez allí, en un sórdido y escondido patio junto a otras 700 personas, esperó y añoró que apareciera un barco. Y apareció, pero terminó siendo el fatídico barco pesquero del naufragio en el que perdieron la vida 363 personas.
FANUS FUE UNA DE LOS 14.753 inmigrantes que llegaron con vida a Lampedusa en 2013, unos 10.000 provenientes de Eritrea. Los supervivientes fueron llevados al centro de recepción de inmigrantes, donde les dieron ropa, comida y atención médica.
Fanus, con estrés postraumático y pesadillas desgarradoras, permaneció en el centro más de tres meses. Había concentrado su energía en llegar a Suecia, hogar de unos 45.000 eritreos y donde vivía un familiar.
Las leyes actuales establecen que aquellas personas que buscan asilo deben permanecer en el país de entrada, de lo contrario deben ser devueltos a dicho país. En la práctica, Italia hace la vista gorda a los emigrantes decididos a establecerse en otro lugar de Europa. Fanus temía ser registrada e intentó quemar sus huellas dactilares. Tras ser trasladada a un centro de inmigración en Sicilia, se escapó para embarcarse en una larga travesía en autobús, tren y avión vía Roma, Milán y Barcelona.
Con la ayuda de su hermano y de compasivos italianos que encontró en el camino, quienes pagaron a los traficantes y a aquellos que consiguieron sus documentos para viajar, Fanus fue guiada por un traficante a través de distintas estaciones y terminales aéreas mediante un móvil. El 20 de enero de 2014, Fanus logró llegar al aeropuerto de Estocolmo. Por primera vez en casi dos años, durmió sin miedo.
Fanus logró obtener asilo y ya tiene su primer pasaporte oficial. Vive con un subsidio del estado en la ciudad de Sundsvall, unas horas al norte de Estocolmo, donde va al colegio y comparte piso con otras tres jóvenes de Eritrea. Aparentemente, es una típica joven de 18 años, que juega al fútbol y desea convertirse en cantante. “¡Una cantante sueca!”, se ríe. Cinco de sus hermanos también lograron llegar seguros a Bélgica e Israel. Fanus es sorprendentemente transparente y optimista. “Sí, estoy feliz. Sea lo que sea lo que Dios elija para mí, lo aceptaré”.
Luego su mirada se nubla. Es el aniversario de la tragedia del barco. “Desearía que existiera una manera legal para que las personas puedan venir aquí a pedir asilo y evitar más muertes”. Y las lágrimas comienzan a llenar su rostro. “Nunca lo voy a olvidar. Una mujer dio a luz en el barco. Se ahogó junto a su bebé”.